martes, 1 de marzo de 2011

Historia de miedo II: La del once jota

Cuesta creer que una abuela no ame a sus nietos, pero existió la viuda de R., mujer perversa, bruja siglo veinte que solo se alegraba cuando hacía daño. La viuda de R. nunca había querido a ninguno de los tres hijos de su única hija. Y mucho menos los quiso cuando los pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir con ella, después del accidente que los dejó huérfanos y sin ningún otro pariente en océanos a la redonda.
Durante los años que vivieron con ella, la viuda de R. trató a los chicos como si no los hubieran sido. ¡Ah... si los había mortificado! Castigos y humillaciones a granel. Sobretodo, a Lilibeth -la más pequeña de los hermanos-, acaso porque era tan dulce y bonita, idéntica a la mamá muerta, a quien la viuda de R. tampoco había querido -por supuesto- porque por algo era perversa, ¿no?
Luis y Leandro no lo habían pasado mejor con su abuela, pero -al menos- sus caritas los habían salvado de padecer una que otra crueldad: no se parecían a la de Lilibeth y -por lo tanto- a la vieja no se le habían transformado en odiados retratos de carne y hueso.
El caso fue que tanto sufrimiento soportaron los tres hermanos por culpa de la abuela que -no bien crecieron y pudieron trabajar- alquilaron un apartamento chiquito y allí se fueron a vivir juntos.
Pasaron algunos años más.
Luis y Leandro se casaron y así fue como Lilibeth se quedó solita en aquel once <<J>>, dos ambientes, teléfono, cocina y baño completos, más balconcito enfrentado al jardín trasero del edificio.
Lili era vendedora en una tienda y -a partir del atardecer- estudiaba en una escuela nocturna.
Un viernes a la media noche -no bien acababa de caer rendida en su cama- se despertó sobresaltada. Una pesadilla que no lograba recordar, acaso. Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir que algo le aspiraba las fuerzas, el aire, la vida.
Esa sensación le duró alrededor de cinco minutos inacabables.
Cuando concluyó Lilibeth oyó -fugazmente- la voz de la abuela. Y la voz aullaba desde lejos.
-Liiilibeeeth... Pronto nos veremos... Liiilibeeeth... Liliii... Liiii... Ag.
La jovencita encendió el velador, la radio y abandonó el lecho. Indudablemente una ducha tibia y un tazón de leche iban a hacerle muy bien después de esos momentos de angustia.
Y así fue.
Pero -a la mañana siguiente- lo que ella había supuesto una pesadilla más comenzó a prolongarse, aunque ni la misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las voces de Luis y Leandro -a través del teléfono- le anunciaron:
-Esta madrugada falleció la abuela... Nos avisó el encargado del edificio... sí... te entendemos... Nosotros tampoco, Lili... pero... claro... alguien tiene que hacerse cargo de... Quédate tranquila, nena... Después te vamos a ver... Sí... Bien... Besos, querida.
Luis y Leandro visitaron el once <<J>> La noche del domingo. Lilibeth los aguardaba ansiosa.
Si bien ninguno de los tres podía sentir dolor por la muerte de la malvada abuela, una emoción rara mezcla de pena e inquietud a la par -unía a los hermanos con la misma potencia del amor que se profesaban.
-Si estás de acuerdo, nena, Leandro y yo nos vamos a ocupar de vender los muebles y las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos que no te vendrían mal algunos artefactos. Esta semana te los vamos a traer. La abuela se había comprado televisión en color, licuadora, nevera, aspiradora y lavadora ultra modernos, ¿qué te parece?
Lilibeth lo escuchaba como atontada. Y como atontada recibió -el sábado siguiente- los cinco aparatos domésticos que habían pertenecido a la viuda de R., que en paz descanse. Su herencia visible y tangible. (La otra Lili acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo podía darse cuenta?... ¿Quién hubiera sido capaz de darse cuenta?)

Más de dos meses transcurrieron en los almanaques hasta que la jovencita se decidió a usar esos artefactos que se promocionaban en múltiples propagandas, tan novedosos y sofisticados eran. Un día, superó la desagradable impresión que le causaban al recordarle a la desalmada abuela y -finalmente- empezó con la licuadora.
Aquella mañana, tanto Lilibeth como su gato se hartaron de bananas con leche.
A partir de entonces comenzó a usar -también- la aspiradora... enchufó la lujosa nevera con congelador... hizo instalar el televisor con control remoto y puso en marcha la enorma lavadora. Este aparato era verdaderamente enorme: la chica tuvo que acumular varios kilos de ropa sucia para poder utilizarlo. ¿Para qué habría comprado la abuela semejante armatoste, solitaria como habitaba su casa?

Continuará...

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