martes, 8 de febrero de 2011

Historia de miedo: Manos.

Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas. No sólo concurrían a la misma escuela sino que -también- se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos dines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.
Aquel sábado de pleno invierno -por ejemplo- lo habían disfrutado por completo. Y la alegría de las tres nenas se prolongaba -aún- durante la cena en el comedor de la casa de campo, porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir les iba a enseñar unos pasos de baile, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. Había sido una excelente bailarina de tap (zapateo americano).
Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
-¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró ni un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató -en vano- de convencerlas para que se fueran a dormir. A las cuatro y no sólo las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como -al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público- la abuela y las tres nenas se preparaban para la función.

Afuera el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.
Arriba -bien arriba- el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Mina, Camila y Oriana aprendieran -entre risas- algunos pasos de tap y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada. Pronto, todos se retiraron a su cuartos. Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que había usado para la función.

Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huésped, como en casa oportunidad que pasaban en esa casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso.
Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solían filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noche como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela en hilera y separadas por sólidas mesillas.
En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó -de repente- la voz del padre. Terminaba de vestirse -nuevamente y deprisa- a la par que les decía:
-La abuela se descompuso. Nada grave -creemos-, pero vamos a llevarla al hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no -al menos-, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que -finalmente- había decidido desmelenarse sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
El viento, volcándose como pocas veces antes.
-¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! -gritó Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas tragándose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encenciendo su velador. Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue -entonces- la más iluminada de las tres ya que -al estar en el miedo de las otras- recibía la luz directa de dos veladores.
-No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo -decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
-Enseguida van a volver con la abuela. Segura -opinaba Camila.
Y así -entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas- transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala -grande y de péndulo- marcó las doce con sus ahuecados talantes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
-¡No me hagas bromas pesadas! -chilló Oriana- ¡Enciendan los veladores otra vez, malas! -y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.
Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
-¡Yo no apagué nada, boba! -protestó Camila.
-¡Se habrá cortado la luz! -supuso Martina.
Y así era no más. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada -en la casa-, donde tanto se necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
-¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
-<<¡Hay que!>> <<¡Hay que!>> ¡Que viva la señorita! ¿Y quién baja, eh? ¿Quién? -se enojó Camila-. Yo, ¡ni loca!
-¡Yo tampoco! -agregó Martina-. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
-Buaaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó -entonces- cual si fuera una hermana mayor.
-Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
-¿Qqqué...? -balbuceó Oriana.
-¿Qué cosa? -Camila también se mostró interesada, lógico (auqnue seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar).
Martina continuó con su explicación:
-Nos tapamos bien -cada una en su cama- y estiramos los brazos, bien estirados hacia fuera, hasta darnos las manos.
Enseguida lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
-¡Qué suertuda, Ori!, ¿eh? -bromeó Camila.
-Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...
-En cambio nosotras... -completó Martina- sólo con una mano...
Y así -entrelazadas fuertemente de las manos- las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.

Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien -les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retomaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas-. Fue sólo un susto. Como -a su regreso- Las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
-Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito -y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para animarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.
-No tan valientes, señora... Al menos, yo no... -susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera-. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y abuelas quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron.
-Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
-Estiramos los brazos así, como ahora...
-Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron -estirando los brazos a más no poder- sus manos infantiles no llegaban a rozarse si quiera.
¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse -apenas- la punta de los dedos!
Sin embargo, las tres habían -realmente- sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
-¿¿¿Las manos de quién??? -exclamaron entonces mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
-¿¿¿De quiénes??? -corrigió Oriana, con una mueca de espanto.
¡Ella había sido tomada de ambas manos!
Manos.
Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.
(Acaso -a veces, de tanto en tanto- los fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)